Levantarse temprano, bañarse, vestirse bien porque iríamos a donde la abuela paterna. Una mujer súmamente crítica y de mala leche.
Estar sentados como estatuas en aquellos sillones ridículos forrados de plástico, escuchando a mi padre cantar ópera mientras que la tía (igual que la madre de mala leche) tocaba el piano a disgusto.
Papá parecía disfrutarlo... yo disfrutaba de su canto, pero no de la compañía. Mamá al igual que nosotros, como muñeca de porcelana, sentada sin moverse mucho, ya que cualquier movimiento o sonido sería severamente juzgado.
Después de comer aquella comida y escuchar las mismas conversaciones, subíamos al estudio del abuelo a hacer la tarea. La casa era tenebrosa. Había mala vibra.
Sólo se hablaba de ópera, de las grandezas de los miembros de la familia, de egos, de críticas de otras personas (las dos mala leche masticándo a media humanidad) y fastidiando a mi mamá.
"Pobrecitos, mira cómo su madre no los cuida", decía aquella anciana, con toda la envidia en su mirada.
- mentirosa - me decía yo mentalmente... ella qué sabría del trato de mi madre.
Ya fallecido mi padre, los domingos eran un agujero negro... nada lo podía llenar. Me levantaba tarde, prendía el televisor y me embrutecía con series de televisión hasta que hastiada la apagaba. A veces salía con amigos, pero no dejaba de sentir ése enorme vacío.
Hubo épocas en las que salía con amistades del trabajo o de la universidad y los domingos los utilizaba para cargar baterías o curar las crudas (hubo tres significativas borracheras y la última, la que me hizo jurar no tomar ni una gota más en lo que restara de mi existencia).
Sólo me gustaban los domingos cuando la pasaba con personas que robaron un pedazo de mi corazón... y otros que me robaron hasta la razón.
A veces acompañaba a mi abuelita - la buena, la materna - a misa... papá detestaba que desde niña, mi abuelita a escondidas me llevaba. Debo confesar que a mi me gustaba... me parecía todo un misterio, ya que en casa, papá imponía el ateísmo.
Ya casada, los domingos pasaban sin ton ni son, haciendo labores hogareñas, preparándo cosas para la semana por comenzar. Pero el vacío siempre estuvo ahí.
Hoy, me encuentro en un sillón de hospital tecleando estas abúlicas letras, observando a mi madre dormitar. Cada hora ayudándola con sus masajes, sus ejercicios respiratorios y cuanta cosa suceda en el instante. Aún así, en los periodos de silencio y dormitación, siento un boquete en el corazón. No sólo aquél agujero negro que me chupaba desde niña, sino ahora un tornado invertido que me sigue succionando y que no le veo fin.
Este boquete me está consumiento el corazón y la razón.
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